ÉRASE UNA VEZ EN ZUBROWKA…
Por Gustavo J. Castagna
Las libertades formales y temáticas que transmite el cine de Wes Anderson dentro de un sistema acotado y restringido debido a reglas establecidas de antemano (léase: Hollywood) por las decisiones de hombres de negocios dedicados al cine (y no a la inversa) estallan definitivamente en su último opus hasta estos días. No es que EL GRAN HOTEL BUDAPEST sea la obra maestra de su director; en ese sentido, están aquellos fanáticos y admiradores que prefieren RUSHMORE, otros MOONRISE KINGDOM y muchos más LOS EXCÉNTRICOS TENENBAUM (el antes y el después en la carrera del realizador), pero resultaría casi inapropiado omitir a esta fábula que transcurre en cuatro épocas distintas y que tiene como centro narrativo a las interminables instalaciones del hotel al que alude el título.
Es que Anderson aclara otra vez aquello que ya estaba presente en sus títulos anteriores: una añoranza por un pasado entre aristocrático y disfuncional desde el punto de vista familiar, la ausencia de una figura paterna original que debe ser sustituida, la concreción de un mundo intransferible y personal con la mirada del cineasta colocada entre una zona difusa donde conviven la extrañeza y la delectación por ese universo. En cuanto a aspectos formales y decisiones narrativas, Anderson retorna al uso de la voz en off de características corales y a esos ya clásicos movimientos de cámara de concepción geométrica, como si su herramienta de trabajo fuera un compás escolar desde el cual va delimitando y construyendo espacios y atmósferas acordes a ese mundo personal y a ese sistema narrativo que se asemeja a un conjunto de muñecas rusas, es decir, escarbando una y otra en un mismo lugar pero con la intención de provocar la sorpresa infinita del espectador.
Zubrowka es la república imaginaria, Budapest el espacio físico y el conserje M. Gustave (Ralph Fiennes) y el sumiso botones Zero Moustafa (Tony Revolori) las dos criaturas titiritescas que gobiernan un paisaje determinado desde el protagonismo pero que dejarán espacio y tiempo a otros personajes, muchos personajes, encarnados por notables intérpretes aun en roles menos que secundarios: Jeff Goldblum, F. Murray Abraham, Harvey Keitel y entre otros, los infaltables Jason Schwartzman y Edward Norton.
En EL GRAN HOTEL BUDAPEST Anderson explora hasta el máximo su propio estilo, estiliza aquello pautado en su filmografía anterior, expande su mirada de niño-adolescente que (sobre) vive y se siente cómodo en su coto cerrado, en los recursos del lenguaje del cine que en su caso se acercan a la de un técnico provisto de una estética distanciada con reflejos minimalistas, pero que jamás esconden una visión melancólica y poco feliz sobre el mundo. Esa paleta cromática de colores desvaídos que el director elige para su último film se concilia de manera más que feliz con el espíritu de aventura permanente que recorre la hora y media de la película.
Como si Anderson se hubiera liberado de ciertos manierismos que desestabilizaban zonas de films anteriores (LA VIDA ACUÁTICA; VIAJE A DARJEELING), la aventura geométrica de EL GRAN HOTEL BUDAPEST se parece a la de un niño grande suelto en una juguetería barroca que recorre varias décadas del siglo XX. Ese niño-grande sería el mismo Wes Anderson, en la piel de Gustave o de Zero, o tal vez, en cualquiera de la otra docena de personajes. Y se lo ve feliz y satisfecho, obviamente, con su propia y última creación.
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